San Mateo 23, 23-26: Practicar esto, sin descuidar aquello.
Uno de los defectos de los fariseos era el dar importancia a cosas insignificantes, poco importantes ante Dios, y descuidar las que verdaderamente valen la pena. Jesús se lo echa en cara: «pagáis el diezmo de la menta… y descuidáis el derecho, la compasión y la sinceridad». De un modo muy expresivo les dice: «filtráis el mosquito y os tragáis el camello». El diezmo lo pagaban los judíos de los productos del campo (cf. Dt 14,22-29), pero pagar el diezmo de esos condimentos tan poco importantes no tiene relevancia, comparado con las actitudes de justicia y caridad que debemos mantener en nuestra vida.
Otra de las acusaciones contra los fariseos es que «limpian por fuera la copa y el plato, mientras por dentro están rebosando de robo y desenfreno». Cuidan la apariencia exterior, la fachada. Pero no se preocupan de lo interior. Estos defectos no eran exclusivos de los fariseos de hace dos mil años. También los podemos tener nosotros. En la vida hay cosas de poca importancia, a las que, coherentemente, hay que dar poca importancia. Y otras mucho más trascendentes, a las que vale la pena que les prestemos más atención. ¿De qué nos examinamos al final de la jornada, o cuando preparamos una confesión, o en unos días de retiro: sólo de actos concretos, más o menos pequeños, olvidando las actitudes interiores que están en su raíz: la caridad, la honradez o la misericordia?
Ahora bien, la consigna de Jesús es que no se descuiden tampoco las cosas pequeñas: «esto es lo que habría que practicar (lo del derecho y la compasión y la sinceridad), aunque sin descuidar aquello (el pago de los diezmos que haya que pagar)». A cada cosa hay que darle la importancia que tiene, ni más ni menos. En los detalles de las cosas pequeñas también puede haber amor y fidelidad. Aunque haya que dar más importancia a las grandes. También el otro ataque nos lo podemos aplicar: si cuidamos la apariencia exterior, cuando por dentro estamos llenos de «robo y desenfreno». Si limpiamos la copa por fuera y, por dentro, el corazón lo tenemos impresentable.
Nosotros somos como los fariseos cuando hacemos las cosas para que nos vean y nos alaben, si damos más importancia al parecer que al ser. Si reducimos nuestra vida de fe a meros ritos externos, sin coherencia en nuestra conducta. En el sermón de la montaña nos enseñó Jesús que, cuando ayunamos, oramos y hacemos limosna, no busquemos el aplauso de los hombres, sino el de Dios. Esto le puede pasar a un niño de escuela y a un joven y a unos padres y a un religioso y a un sacerdote. Nos va bien a todos examinarnos de estas denuncias de Jesús.
¡Paz y bien!
Fr. Antonio Majeesh George Kallely, OFM